viernes, 28 de marzo de 2014

Árboles



Cerezos, Valle del Jerte
Sé que los cerezos en el Valle del Jerte están en flor, es la época. Los árboles de los patios vecinos ya están llenos de apretadas flores blancas, así que el valle tiene que estar espléndido. Sin embargo, hoy llueve y dicen que lloverá mañana. Quizás por eso pienso en los árboles, en mis trabajos universitarios de fotografía donde repetía una y mil veces los ficus gigantes y rompeaceras de Caracas. 

Luego me voy a aquellos almendros haciendo equilibrios en los barrancos de la Costa Brava, el rosa de sus flores, la fragilidad de sus ramas, la fuerza de sus raíces. 

Los apamates que se alineaban en medio del tráfico en la principal de Los Campitos, y con los araguaneyes que eran cientos de puntos amarillos regados por las montañas que rodean la Valencia caribeña. 

El bucare de la finca. El maravilloso árbol de pomarrosa de Los Anaucos y su sombra especial para colgar chinchorros. El tamarindo de casa de mi abuela y el recuerdo de sus frutos que me hacen agua la boca. Y la mata de mango del patio y la vara alta para coger los futos que llegaban olorosos a nuestras manos.

Cuando era niña decía que no me gustaban los mangos a no ser que estuvieran recién cogidos del árbol, ayer compré un mango que cruzó un océano metido en una nevera y, envuelto en papel de seda, lo traje a casa, para olerlo especialmente y sentir de nuevo que lo había cogido con la vara, mientras la lora de la casa gritaba desde lo alto “Licho, venga a buscarla”. 

domingo, 19 de enero de 2014

Ida y vuelta

Un amigo me preguntó que por qué no había incluido este relato en mi libro El ruso al que no leí mis poemas, la respuesta es muy fácil, en El ruso sólo incluí textos de ficción y éste no lo es. Hoy he releído Ida y Vuelta, y por momentos me ha hecho preguntarme si ya me siento de aquí,  porque he descubierto que algunas cosas comienzan a pasarme inadvertidas cuando antes provocarían mi asombro o mi atención. Aquí se los dejo.

IDA Y VUELTA

Los hijos de los emigrantes estamos destinados a no tener un lugar en el mundo. Lo sé desde hace tiempo, pero cada viaje solitario que hago me refuerza esta idea. La última vez ocurrió un martes que fui a Madrid a ver a una amiga con la que no coincidía desde hacía muchos años.
Tomé el tren de las ocho de la mañana, mi esposo no pudo quedarse en la estación diciéndome adiós en el andén como en las películas, porque los niños estaban en casa preparándose para ir al colegio y él tenía que regresar para llevarlos. Era un día gris, unas pocas gotas resbalaban por la ventana del vagón cuando el tren partió. Plasencia apenas se levantaba, pasamos al borde de la zona industrial y los autos con las luces encendidas circulaban adormilados. Me acordé de las mañanas frías de Caracas, y del Ávila en colores que la levanta y acuesta a diario.
En pocos minutos estábamos en Monfragüe, justo en la estación donde destacan unos secaderos de tabaco, un cultivo aún importante en la región y que hace años vivió una época próspera. Todavía hay algunos sembradíos de hojas anchas y verde alegre. Intenté ver algunos de los cientos de ciervos que viven en el parque, pero se me perdieron los ojos en el bosque de encinas que rodea la estación. A mi mente vinieron los araguaneyes con su color intenso y su algarabía de desordenados puntos amarillos sobre el verde de las montañas de La Cumaca. Nadie subió ni bajó en Monfragüe y seguimos hacia Casatejada, pero antes pasamos de largo por la mínima estación de La Bazagona, un sitio que es finca, río y poblado y que debió vivir tiempos de movimiento, pues mereció una estación que ahora languidece solitaria, y donde nunca para el tren. En Casatejada subió una persona, un lote de maderas se acumulaba al lado de las vías. En los alrededores las vacas, marrones, blancas o negras, comían tranquilas en los campos, más adelante, los rebaños de ovejas huían a nuestro paso.
Llegamos luego a Navalmoral de la Mata, al detenernos entró un particular olor a insecticida. Navalmoral es grande e importante en la zona y allí estuvimos unos minutos. Al partir y estar de nuevo en medio de los campos vi un tractor que araba la tierra y cientos de pájaros blancos que se abalanzaban hacia los surcos recién abiertos. Supongo que eso sería un festín de lombrices e insectos escurridizos.
Íbamos de camino al sol que ya calentaba, pero a lo lejos, a mi izquierda, se veía Gredos blanco en las cumbres, así que era cierto, ya estábamos en otoño, aunque hasta hacía pocos días estuviéramos de manga corta. Junto a nosotros se desplegaban grandes torres de electricidad que debían salir de la Central de Almaraz e ir hacia a los centros poblados. Afuera el viento movía los árboles, especialmente los chopos que empezaban a amarillear por el frío. Los ocres, marrones, dorados dominaban los breves bosques que podía ver.
Hace casi tres años que hice el viaje Caracas-La Guaira para tomar el avión que me traería con mi familia a una ciudad desconocida para mi mundo de entonces. Ese día también viajaba hacia el sol, la emoción era un motor arrollador en mi pecho y el miedo un agujero negro y profundo que lo circundaba. Amigos y familiares nos acompañaban en aquella caravana de despedida. En este viaje en tren iba sola, con recuerdos, un libro y mi serenidad de apariencia dentro de la tormenta.
En Oropeza de Toledo bajó un hombre que cerró rápidamente su chaqueta e hizo el gesto de meter la cabeza en el cuello: hacía frío. A los pocos metros vi un par de personas cosechando aceitunas en unas cestas grandes y rojas. Una casa pequeña de piedra se asomaba detrás de unos cipreses sobre una brevísima colina, un bucólico dibujo. El cielo volvió a ponerse gris.
El tren siguió a través de sembradíos en retículas perfectamente delimitadas. Dos camionetas se detuvieron en una carretera de tierra ante nuestro paso, éramos apenas dos vagones de un tren que va a Madrid. Al Tiétar lo pasamos mucho antes y no volvimos a ver otro río ancho, pero algunos canales de riego corrían a nuestro lado en una limpia competencia. Los campos de Castilla se extendían planos a la derecha del tren, tan planos como el Caribe cuando no hay brisa y se aplasta bajo el sol blanco en el infinito.
Al llegar a Talavera de la Reina hubo más movimiento, unos carros de carga llenos de piedras esperaban a un lado de la estación. Esta población, a unos cien kilómetros de Madrid fue famosa por sus cerámicas. No sé por qué pero a partir de ese punto siempre me parece que ya estamos en la ciudad. Los pueblos llegan mucho más rápido, Montearagón, Torrijos, Illescas, y pronto Leganés, ya Madrid, porque a partir de allí se ven los edificios hombro con hombro, las grandes avenidas y las vallas de anuncios. Al final el tren avanzó lentamente entre un grupo de vías, pertrechos, herramientas y vehículos de Renfe, Atocha, final del recorrido.
Tres horas duró el viaje, y aún me quedaba tiempo de ver un poco Madrid antes de comer con mi amiga. Por suerte las nubes y la lluvia se quedaron en el camino y al salir me encontré la enorme ciudad que siempre me sobrecoge. Pensé ir al Thyssen Bornemisza, pero al cruzar la avenida, justo al lado del monolito que recuerda las víctimas del atentado del 11 de marzo, me encontré con el Museo de Antropología y no lo dudé. Se trata de un interesante museo etnográfico, con las salas de Oceanía, África, Asia y América. Es especialmente atractivo un rincón dedicado a las grandes religiones, aunque lo mejor de todo fue un pequeño pasillo al que entré cuando ya buscaba la salida, y que llevaba a una sala solitaria y oscura. Allí se exponen las piezas iniciales de este museo que es la concreción del sueño del doctor Pedro González Velasco, quien dejó su fortuna en su colección y en comprar el palacio que la alberga. Sola en la salita, aquel lugar se convirtió en el escenario perfecto para un corto de terror, solamente era necesario que del otro lado no llegara el ruido de los niños que visitaban el museo.
Sería así: la puerta se cierra de golpe y la luz falla lentamente, desciende como el sol, hasta que sólo queda la poca iluminación de una farola que entra por dos largas y estrechas ventanas. Rodeada de antiguas vitrinas de madera donde se acumulan decenas de calaveras y vaciados en yeso de personas que vivieron hace doscientos años, parece que aquello cobrara vida.
En una vitrina baja el esqueleto de una madre orangután posa a los pies de un árbol ficticio donde cuelga el esqueleto de su cría, sacrificadas ambas por el supuesto bien de la ciencia. Esa esquina es la que siento más segura, aunque no puedo evitar levantar la vista y ver al fondo la momia de una mujer guanche a la que la piel le ha quedado adherida al cuerpo, como el mejor trabajo de un artesano. Sin embargo, sobre todo esto, algo recoge mi atención, es una isla de cristal en forma de ataúd, donde está el esqueleto del llamado Gigante Extremeño. Es Agustín Luengo y Capilla, quien nació en Puebla de Alcócer y llegó a medir 2,35 metros.
El doctor González, el creador del museo, se enteró de su existencia y lo buscó para estudiar tan enorme personaje, al final llegaron a un acuerdo, el doctor lo mantendría económicamente y a cambio, Agustín donaría su cuerpo al museo cuando falleciera. No tuvieron que esperar mucho tiempo, porque Agustín se entregó pronto a los festines que le ofrecían las pesetas de entonces y con sólo 26 años falleció, el último día de 1875. Su enorme esqueleto reposa ante nuestros ojos y a su lado un vaciado en yeso de su cadáver con el rictus de la muerte dibujado en el rostro. Colgando en la pared está una fotografía de él con sus padres que nos recuerda que para alguien fue algo más que una cosa interesante o un fenómeno de circo. Viéndolo en la urna de cristal impresionan sus enormes manos que, huesito a huesito, se dibujan sobre el terciopelo rojo.
La protagonista de esta historia está temblando en un rincón de la sala cuando de pronto se abre la puerta y una trabajadora del museo atraviesa la estancia con cara de aburrimiento. Salgo por el pasillo y termino mi corto de terror.
Me voy corriendo a tomar el metro porque ya es la hora, allí me fijo en las caras de las personas, imagino vidas e historias, detallo lo que leen, lo que visten, lo que llevan en las manos. Hice lo mismo tantas veces en el metro de Caracas. La gente sentada, seria, balanceándose al son del vagón entre acelerones y frenadas.
Dejo de pensar en lugares, da igual Caracas, Plasencia, Madrid, y me acomodo en la idea de no tener un lugar en el mundo, lo prefiero. Es el destino el que hizo que este día, veinticinco años después de dejar el colegio, pudiera abrazar a una querida amiga. Pienso entonces en ese hilo conductor que buscamos en los oráculos, que anhelamos y tememos continuamente en este viaje de ida y vuelta.
Ida y vuelta, ganador del Segundo Premio en el 
I Concurso de Relato Corto Jan Evanson, en marzo de 2010.

domingo, 12 de enero de 2014

Crocker´s search



Recuerdo cuando leí hace más de un año la noticia de un chico norteamericano que había viajado a Irlanda para tratar de encontrar a una joven a quien sólo había conocido por unos minutos en un viaje anterior. El muchacho, al parecer, no dejaba de pensar en aquella chica pelirroja y pecosa con quien había conversado en un café. La historia hablaba de una profunda mirada que él no podía olvidar. Me pareció un hecho tan hermoso, tan cursi, con lo que me encanta lo cursi, que hasta empecé un relato que quedó inacabado.
.
Hoy me encontré de nuevo con esa noticia, ya no sé ni cómo, la encontré en esta suerte de trampolín inagotable que es Internet. De un sitio a otro,  me tropecé de nuevo con Sandy Crocker y entonces me puse a averiguar si aquello se había resuelto felizmente. Eché mano al inglés hasta que encontré la respuesta en un periódico online norteamericano. El muchacho había vuelto a su país sin encontrar a la chica de mirada sincera que le había hecho viajar 5000 kilómetros, y volvía a ofrecer una entrevista diciendo que se lo había pasado "muy bien en sus vacaciones”. Un chasco me pareció, y si el muchacho tuvo su encanto en un principio lo perdió de un solo golpe.

Y como los domingos a veces se parecen a internet, que uno hace esto, aquello y vuelve a lo otro, después de saber el resultado de la búsqueda me acordé de un poema extraordinario y no paré hasta encontrarlo. Aquí se los dejo, porque concuerda perfectamente con este asunto.

Carta XXXII

mi querida: en los hombres no se puede
confiar
ellos en una ciudad desconocida
no sabrían cómo encontrarnos
en cambio nosotras
persistentes y sin resignación
haríamos de la búsqueda un destino
                        (Liliana Lukin)


martes, 10 de diciembre de 2013

Bárbara y el río

(A propósito de pesebres)

Todo ocurrió rápidamente. Una serie de objetos flotaban en el río, era ropa de mujer, zapatos de tacones, una cartera elegante y una chaqueta corta bordada en lentejuelas. Aquello pasó velozmente bajo el puente que unía los dos lados del valle. El río de piedras pulidas comenzó a crecer y amenazaba con desbordarse. Retiramos las vacas y las ovejas lo más apresuradamente que pudimos al tiempo que alguna prenda se atascaba en las tuberías de la bomba que llevaba agua hasta la fuente. La corriente subió y empezó a arrastrar el pasto que delineaba la orilla. Una de las casas se tambaleó y sucedió lo inevitable: tuvimos que desconectar, recoger, reparar las piezas y comenzar todo de nuevo. Sólo pudimos obtener de nuestra hija la promesa de no jugar de nuevo con su Barbie en el nacimiento.

jueves, 5 de diciembre de 2013

El ruso al que no leí mis poemas

(Presentación de Juan Ramón Santos)

Siempre me han fascinado las historias de individuos que van a parar a un lugar que de entrada no es el suyo, a un lugar distinto del que figura en su documento de identidad o del lugar, siempre tan propio, donde estudió el bachillerato. Mi fascinación aumenta, además, cuando la relación entre el lugar de origen y el destino es lejana, confusa, esquiva a cualquier lógica, y aún crece más cuanto mayor sea el número de peripecias, de metas volantes, que uno intuya entre la partida y la llegada. Si digo intuir, y no leer, es porque no estoy hablando de libros, ni de Literatura, sino de la vida real, y aunque mi fascinación pueda ampliarse en abstracto a cualquier destino, tampoco estoy hablando de un lugar cualquiera, sino de uno en concreto, de esta ciudad, de mi ciudad, de Plasencia. Tal vez en el origen de esa fascinación, de mi curiosidad por conocer las razones que ha traído a gente de otros lugares hasta aquí, esté el placer, tan literario, de recrearme en las caprichosas tramas que suele trenzar el azar con nuestras vidas, pero también creo que detrás de todo esto hay una necesidad personal, la de descubrir que en algunos de esos casos la llegada no es fruto de la casualidad, sino el resultado de una voluntad deliberada, del deseo de vivir aquí y no en ninguna  otra parte, supongo que porque esas decisiones ajenas me hacen sentirme reforzado en mi propia decisión de permanecer en este lugar, en el sitio donde nací, en esta ciudad que amo, pero que también algunos ratos aborrezco.
            Marian Castillo, la autora de El ruso al que no leí mis poemas, es la protagonista de una de esas historias. En su caso, por ser hija de una familia española emigrada en Venezuela, su historia tiene algo de regreso, de vuelta al origen, circunstancia que alumbra su peripecia con una cierta lógica, sí, pero que la vuelve, al mismo tiempo, por el carácter rotundamente circular del recorrido, más compleja y fascinante. Marian, que ha vivido, pues, a un lado y otro del océano, es periodista, está especializada en labores editoriales y ha trabajado como redactora, lectora, correctora, editora y docente en diversas empresas e instituciones de España y Venezuela. Reconozco que muchos de estos datos los sé por la solapa y el prólogo del libro, pues a Marian la conocí en el taller literario de la Universidad Popular y hasta ahora casi lo único que de verdad sabía de ella, aparte de algunos mínimos datos biográficos, es que escribe estupendamente y que gracias a ello ha ido ganando diversos premios literarios.
            Por todos eso motivos, porque detrás de Marian hay un largo periplo que, ya por casualidad, ya por una voluntad deliberada, la ha traído hasta esta ciudad, porque me parece una persona inteligente, capaz de decir cosas interesantes y capaz, además, de contárnoslas magníficamente por escrito, recibí con gran alegría la publicación de El ruso al que no leí mis poemas. Por eso lo compré enseguida, por eso comencé a leerlo de inmediato, y por eso ahora, después de haber leído de un tirón sus relatos y de haberlos repasado con calma para hacer esta presentación, puedo decirles que el libro no me ha decepcionado en absoluto, e incluso permitirme el lujo de adivinar que tampoco a ustedes les va a decepcionar.
            El ruso al que no leí mis poemas reúne diecisiete relatos de Marian Castillo, pero también recoge, por gentileza de Silda Cordoliani, la autora del prólogo, un poema que lleva por título “Bajo la tenaza de Mariscal” y que destaco, aparte de porque nos da la oportunidad de leer uno de esos poemas que el pobre ruso que aparece en el título no llegó jamás a escuchar, porque contiene un verso que explica, en buena medida, el porqué de estos relatos, que es también, quizás, la razón de ser primera de toda Literatura. “Los recuerdos son el material más combustible”, dice ese verso de Marian, y es, sin duda, la necesidad de enhebrar y dejar prendidos en la memoria esos recuerdos antes de que ardan la que está en el origen de muchos de estos cuentos, una necesidad que, como señala el texto de la solapa, resulta aún más acuciante en aquellos a quienes, tal vez por haberse visto obligados a marchar y comenzar de nuevo en otra parte, “les ha sido dada la añoranza como legado”.
            “Recuerdo apenas detalles de lo que sucedió después, como si alguien hubiera pasado el borrador sobre un pizarrón lleno de ecuaciones”, nos cuenta el sorprendente narrador del relato “La carrera” haciendo de paso una atinada descripción de la forma de actuar del olvido, que va emborronándolo todo, hundiéndolo en una maraña de cifras y letras y polvo de tiza de la que no siempre es fácil rescatar el pasado, de ahí que, para mantenerlo vivo, unos recurran a la escritura, otros a la fotografía, otros a repetir viejas anécdotas como una letanía, de ahí que, por poner un ejemplo del propio libro, un personaje de “La señora de la risa” grabe, antes de convertirse en viudo, la risa de su mujer, para, haciéndola sonar una y otra vez en el magnetófono, mantenerla siquiera un tiempo más con vida.
            En ocasiones, ese juego de recuerdo y olvido es abordado desde una perspectiva plural, como sucede en “La vida a ratos”, que puede considerarse como un ejercicio de evocación colectiva en tanto la narradora reconstruye la historia de amor entre su tío Jorge y María Teresa “con los comentarios de mi madre y sus amigas, con los chistes de mi padre cuando tomaba vino, con los silencios del tío Jorge cuando le preguntábamos por qué no se casaba”. Más claro, en este sentido, es el hermoso relato “Rosa y el mar”, en el que se describe, además, sutilmente la mecánica colectiva del olvido y en el que sólo la callada labor de la narradora, que rastrea entre las brumas del pasado un poco al modo de Patrick Modiano, logra salvar para el recuerdo una secreta historia de amor.
            En este orden de cosas, Silda Cordoliani menciona en su prólogo la saudade, ese sentimiento tan portugués que en parte podría describirse, utilizando los versos de Sabina que abren “Colores cálidos”, como la nostalgia de “añorar lo que nunca jamás sucedió”. Según Silda, la saudade “parece impregnar la mayor parte de los relatos” del libro de Marian, algo con lo que estoy completamente de acuerdo, no en vano la autora afirma en uno de ellos, en “La despedida”, que “la vida se vuelve más pequeña que los sueños”, una frase saudosa como pocas que bien podría utilizarse como leiv motiv de muchos de sus cuentos. Dice también a renglón seguido el prólogo que ese aire nostálgico de muchas historia de Marian “tiene mucho que ver con el tono autobiográfico de buena parte de ellos”, y tampoco le falta razón, pues aunque ninguno de los relatos de El ruso al que no leí mis poemas sea explícitamente autobiográfico, cuando leemos, por ejemplo, de nuevo en “Colores cálidos”, una frase como “vinieron cambios y mudanzas, idas y venidas que me han traído hasta una ciudad lejana, donde crecen mis hijos y camino preguntándome por el día a día para protegerme del futuro”, cuesta trabajo no saltarse las jerarquías de la narración y pensar directamente en la autora, cuya experiencia personal parece estar detrás de esas palabras, pero también detrás de multitud de detalles dispersos a lo largo de las páginas del libro y que gozan del enorme poder evocador de los célebres je me souviens de Georges Perec. Así, el pasado aflora con viveza cuando, por ejemplo, Marian recuerda en “La despedida” “la rabia que nos daba cuando se nos derramaba el jugo y nos mojaba el sándwich de la merienda”, o, en el relato “6A”, el “nada original juego de tocar el intercomunicador de algunos apartamentos, decir alguna broma y salir corriendo”, o cuando, una vez más en “Colores cálidos”, que es enormemente rico en pinceladas de este género, habla de los “recortes de revista cubiertos por plástico transparente” con los que la protagonista forraba sus libros escolares, del “tubo azul del jean y los zapatos Keds, que no eran Keds” que lucía un lejano amor adolescente, o se hace eco del grito agudo y febril de los Bee Gees sonando en un coche familiar cada mañana, camino del colegio.
            Otro tema recurrente en el libro, muy ligado al recuerdo y al olvido, es el de la desaparición, tema central de relatos como “El 6A”, “Rol en juego” o “Desniveles”, aunque también presente, en cierto modo, en otros, como “Rosa y el mar”, “Colores cálidos” o en el que da título al libro, “El ruso al que no leí mis poemas”, y muy ligada a la desaparición, claro, como forma de desaparición extrema, definitiva, estaría la muerte, que también nos sale al paso en cuentos como “La vida a ratos”, “El regalo” o “La señora de la risa”.
          Llegados a este punto tengo que decir que esta presentación ha venido tomando una deriva tan saudosa, tan melancólica, que se veía venir que nos acabaríamos dando de frente con la muerte, tan aciaga, tan negra, tan inoportuna, pero aún estamos a tiempo de rectificar, o de matizar lo dicho, porque les aseguro que, lejos de lo que pueda parecer, El ruso al que no leí mis poemas no es, en absoluto, un libro triste, saudoso quizá sí, pero no triste, dulcemente melancólico acaso, pero no triste, y que, de hecho, junto al nostálgico juego del recuerdo y el olvido podemos encontrar en él, entre otras cosas, amor, mucho amor, un amor que, con sus luces y sus sombras, constituye para la autora del prólogo el tema principal del libro, pero también calor, la tibieza reconfortante de pieles que se buscan, que se encuentran en cuentos como “Rojo pasión, verde esperanza” o “La prueba”, e ironía, mucha ironía, a veces incluso con un divertido punto de mala leche, y todo ello aderezado con multitud de elementos mágicos, inusuales, sorpresivos, que, en relatos como “La despedida” o “La habitación”, irrumpen con fuerza en medio de la historia como una puerta abierta de par en par a la esperanza, haciéndonos sonreír maravillados.       
             Para terminar, puede uno de los cuentos más curiosos y reveladores del libro sea “Zurcido invisible”, del que aún no hemos hablado. En él, Verónica, su protagonista, asustada por un repentino lapsus de memoria, decide tomar obsesiva nota en sus cuadernos de todo cuanto le sucede, sin reparar en que, como advierte la cita del poeta José Hernández que encabeza el texto, “olvidar lo malo también es tener memoria”. “Zurcido invisible” es un relato irónico y sorprendente que también puede leerse en clave metaliteraria, como metáfora del proceso de escritura, pues Verónica comienza a escribir como una forma de anclar la realidad cotidiana, de salvarla del paso devastador del tiempo, pero lo hace con tanto ahínco, con tanta pasión, que, según dice el relato, “con el tiempo se fue alejando del mundo y metiéndose en sus libretas”, pues “nada parecía interesarle más”, y, siguiendo esa deriva fatal, llega un momento casi mágico en que –sigue diciendo el relato– “las personas a su alrededor se convirtieron solo en la excusa para el mundo de su memoria, ir y venir entre pasajes conocidos, entre momentos vividos que ella cambiaba una y otra vez a su antojo, acomodando las conversaciones para hacer mejores los recuerdos”, sólo que para entonces, y aunque no lo supiera, llegada a ese punto en el que no le importa falsear la realidad con tal de hacerla más bella, Verónica ya no está haciendo memoria, sino Literatura, y por eso dice Marian que “las palabras eran ahora su única realidad, lo demás sólo una urgencia, y la vida, necesaria, pero no importante”. Para entonces, muchos de sus amigos la han abandonado y comienza a hacer chistes extraños, chistes que sólo puede comprender quien, como ella, está entregado en cuerpo y alma a jugar con las palabras, pero no voy a contarles más, no voy a desvelarles si, finalmente, Verónica se hunde en la locura, si se convierte en una escritora de éxito o si llega a recuperar, en algún momento, el vínculo con la realidad, es mejor que lo averigüen ustedes mismos. Sólo quiero decirles, para acabar, que el camino de Verónica es el camino de toda literatura, un sendero de ida y vuelta que une realidad y palabra, realidad y ficción, y que, pese a lo que pueda parecer a simple vista, no lleva de la verdad a la mentira, sino de una verdad a otra diferente y no menos verdadera, que el camino de Verónica es, a fin de cuentas, el mismo que ha seguido Marian Castillo para, jugando con las palabras y empleando los astutos mecanismos de la ficción, atrapar el mundo en los diecisiete estupendos relatos de El ruso al que no leí mis poemas.


lunes, 2 de diciembre de 2013

CUANDO EL HILO DE LA MEMORIA ES EL MISMO DE LAS PALABRAS

(Prólogo de Silda Cordoliani en el libro El ruso al que no leí mis poemas) 


Existen al menos dos tipos de nostalgia. Definiría a la primera como «concreta»: añoranza por algo perdido o pasado que desearíamos estuviera aún presente. La otra es un sentimiento menos asible, un sentimiento hasta próximo a la melancolía que no tiene necesariamente relación con experiencias pasadas. Nos abraza a veces a la hora del crepúsculo u oyendo por primera vez alguna acompasada canción en una lengua que incluso nos puede resultar por completo extraña. Tan especial es esta clase de nostalgia que, para mejor expresarla, el español ha incorporado en su diccionario una palabra original del portugués y el gallego cuyo significado, y sobre todo cadencia, se aproxima mucho más a esa sensación, a esa emoción: saudade.

***

Periodismo se llamaba antes en Venezuela la carrera universitaria que, en los años ochenta del siglo pasado, cambió su nombre por Comunicación Social, una manera de responder al auge de los nuevos medios y tecnologías que también reclamaban especialización. Pero, en todo caso, para el momento en que Marian Castillo la inicia, escogerla implicaba la carga de una inquietud muy precisa: la escritura, el trabajo con la palabra. Una pasión que nunca la ha abandonado y a la cual se ha dedicado en todas sus formas, como periodista propiamente, como docente y como cronista, poeta y narradora. A todo ello es necesario agregar su labor como editora en España y Venezuela tras su máster en Edición por la Universidad de Barcelona, España; así como también la apertura de la librería Paseo de Gracia, en Valencia, Venezuela, en actividad durante cinco años continuos.
De sus luminosas crónicas podemos encontrar constancia en los blogs que actualmente mantiene en línea: Colores cálidos y Del Jerte y sus alrededores. En cuanto a su poesía y narrativa (a excepción de algunos cuentos aparecidos en el libro Once cuentan en sábado, antología de los integrantes del taller de la escritora Laura Antillano en Valencia, Venezuela), seguro somos pocos los que hasta ahora hemos tenido la suerte de conocerlas. Y digo suerte, porque jamás olvidaré, por ejemplo, la emoción que me produjo (y me produce) la lectura de su poema «Bajo la tenaza de Mariscal», el cual me permito citar aquí completo.


Podríamos llamar sed ese esperar los viernes
a que saliera el barco hacia Mallorca.
Ver asomadas en el horizonte
tres islas redondas de gente desnuda
provocan un deseo a calmar con vino en el otoño
y esperar la madrugada sin abrigo.

Vacío salió el ferry aquel viernes que tu soga me ató al puerto.

Luego subí al teleférico y atravesé la playa
en una cabina que llamé helicóptero
roja y el fondo ocre.
Colón me apuntaba.

Volverían por última vez los tintos de verano
pero nunca más la escarcha en las ventanas
la alfombra de hojas
y el olor a albahaca de las ramblas en primavera.

Ese abril no llegaron las golondrinas.
El tiempo nos había abierto un paréntesis que ahora cerraba.

Hacía un año que los acróbatas habían bajado de Montjuic
solo quedaban algunas banderolas
y los pósters enrollados en el armario.

Tuvimos un San Juan y lo hicimos arder
los recuerdos son el material más combustible.
Tomamos cava y jugamos cartas
hasta que nos amaneció el primer día del verano.

Hicimos promesas que aún no hemos cumplido
y lancé deseos a lo eterno
para que las brujas se acordaran de mí
allí
palpitando sobre mi terraza
temblando en cada campanada.

Aquella noche me senté angustiada en las rodillas del apóstol.

La hoguera de San Juan se extinguía en la plaza,
junto a la fuente.

No resulta arriesgado afirmar que la periodista y la poeta afloran por igual en este libro, bien por el enigma que entrañan o por las anécdotas aptas para titulares de prensa. Algunos de estos cuentos, entre ellos El 6A y La carrera, me llevan a recordar el gran interés de la autora por el periodismo de investigación. Sin embargo, es en Desniveles donde podemos encontrar a un personaje perfectamente análogo a esa suerte de detective en que deben convertirse los periodistas de fuente tan delicada; aquí la narradora se deja arrastrar (¿en verdad o es solo en la imaginación?) por la incógnita que representa su protagonista hasta rozar ambientes sórdidos y oscuros, los mismos que (no por casualidad) deseaba plasmar en su «ejercicio de escritura».
Una cierta sordidez, siempre tratada con gran sutileza, asoma también en otros relatos como contraste a la limpidez y transparencia de su lenguaje y, en el caso preciso de Desniveles, incluso como contraste a la vida sencilla y plácida de quien suele sentarse en la plaza de un pueblo para ver pasar y saludar vecinos. En este sentido, notable es La prueba, capaz de contarnos un intercambio de parejas en medio de un espléndido ambiente nocturno y como el inicio del verdadero amor.
Y es que el amor, sin duda alguna, es aquí el tema principal. Empezando por ese primer enamoramiento o inicio de educación sentimental presente en Colores cálidos, hasta el peligroso, obsesivo y letal de La carrera. Entre ellos una extensa gama: aquel amor de toda la vida capaz de dar solo La vida a ratos; el imposible de Rosa y el mar; el que pudo ser posible de El ruso al que no leí mis poemas; el que está a punto de pasar la prueba máxima en Rojo pasión verde esperanza; el traidor de esa suerte de fábula intemporal titulada El hechizo, así como el condenado de las historias paralelas de Rol en juego. Aunque seguramente sea en el algo grotesco La señora de la risa donde se guarda la más grande historia de amor.
Otra obsesión, y también, de seguro, otro tipo de amor, se nos ofrece en El regalo, donde el destino del cazador no puede ser otro que lograr el último descanso acariciando su presa. Mención aparte merece La maleta, magnífico relato con visos de fantástico (género que hace guiños en algunos otros cuentos) donde «el otro» no es el doble pero sí el mismo.
Si alguien se preguntara qué une a todos estos cuentos tal vez encuentre la respuesta en uno de ellos. Se trata de ese «hilo de las palabras» con que la protagonista de Zurcido invisible se empeña en tejer recuerdos para al final, remedando a la sempiterna Penélope, destejerlos y perder para siempre el «hilo de la memoria». ¿Y qué otra cosa hace el escritor si no es tejer con palabras su propia memoria inventada?

***

Empecé hablando de la saudade porque ella parece impregnar la mayor parte de los relatos de este libro. Sin duda esa sensación tiene mucho que ver con el tono autobiográfico de buena parte de ellos, convocando, además, momentos de la infancia y la adolescencia. No obstante, eso no es suficiente para que un cuento despierte recónditas emociones. Hace falta un tratamiento que involucre al lector y le revele partes, no precisamente de su propia vida, más bien de su propia condición humana, como reclamaba Julio Cortázar. Creo que, en este sentido, la sabiduría que otorga la «distancia» resulta fundamental.
Y es que el narrador más recurrente de Marian Castillo, no importa si en primera o tercera persona, si en tiempo presente como en La habitación o en pasado como en La despedida, es capaz de ofrecer tanta distancia (como si los escribiera incluso desde otra dimensión) que la empatía que se reclama del receptor, más que dirigida a los personajes o a la acción, se prende de esa lejana, pero siempre involucrada y comprensiva, voz que los convoca. Cualidad que otorga a estos cuentos una cierta atmósfera de «vaporosidad» característica de los cielos inasibles entre el día y la noche, de esos ritmos que no sabemos por qué nos hieren placenteramente el corazón.