jueves, 5 de diciembre de 2013

El ruso al que no leí mis poemas

(Presentación de Juan Ramón Santos)

Siempre me han fascinado las historias de individuos que van a parar a un lugar que de entrada no es el suyo, a un lugar distinto del que figura en su documento de identidad o del lugar, siempre tan propio, donde estudió el bachillerato. Mi fascinación aumenta, además, cuando la relación entre el lugar de origen y el destino es lejana, confusa, esquiva a cualquier lógica, y aún crece más cuanto mayor sea el número de peripecias, de metas volantes, que uno intuya entre la partida y la llegada. Si digo intuir, y no leer, es porque no estoy hablando de libros, ni de Literatura, sino de la vida real, y aunque mi fascinación pueda ampliarse en abstracto a cualquier destino, tampoco estoy hablando de un lugar cualquiera, sino de uno en concreto, de esta ciudad, de mi ciudad, de Plasencia. Tal vez en el origen de esa fascinación, de mi curiosidad por conocer las razones que ha traído a gente de otros lugares hasta aquí, esté el placer, tan literario, de recrearme en las caprichosas tramas que suele trenzar el azar con nuestras vidas, pero también creo que detrás de todo esto hay una necesidad personal, la de descubrir que en algunos de esos casos la llegada no es fruto de la casualidad, sino el resultado de una voluntad deliberada, del deseo de vivir aquí y no en ninguna  otra parte, supongo que porque esas decisiones ajenas me hacen sentirme reforzado en mi propia decisión de permanecer en este lugar, en el sitio donde nací, en esta ciudad que amo, pero que también algunos ratos aborrezco.
            Marian Castillo, la autora de El ruso al que no leí mis poemas, es la protagonista de una de esas historias. En su caso, por ser hija de una familia española emigrada en Venezuela, su historia tiene algo de regreso, de vuelta al origen, circunstancia que alumbra su peripecia con una cierta lógica, sí, pero que la vuelve, al mismo tiempo, por el carácter rotundamente circular del recorrido, más compleja y fascinante. Marian, que ha vivido, pues, a un lado y otro del océano, es periodista, está especializada en labores editoriales y ha trabajado como redactora, lectora, correctora, editora y docente en diversas empresas e instituciones de España y Venezuela. Reconozco que muchos de estos datos los sé por la solapa y el prólogo del libro, pues a Marian la conocí en el taller literario de la Universidad Popular y hasta ahora casi lo único que de verdad sabía de ella, aparte de algunos mínimos datos biográficos, es que escribe estupendamente y que gracias a ello ha ido ganando diversos premios literarios.
            Por todos eso motivos, porque detrás de Marian hay un largo periplo que, ya por casualidad, ya por una voluntad deliberada, la ha traído hasta esta ciudad, porque me parece una persona inteligente, capaz de decir cosas interesantes y capaz, además, de contárnoslas magníficamente por escrito, recibí con gran alegría la publicación de El ruso al que no leí mis poemas. Por eso lo compré enseguida, por eso comencé a leerlo de inmediato, y por eso ahora, después de haber leído de un tirón sus relatos y de haberlos repasado con calma para hacer esta presentación, puedo decirles que el libro no me ha decepcionado en absoluto, e incluso permitirme el lujo de adivinar que tampoco a ustedes les va a decepcionar.
            El ruso al que no leí mis poemas reúne diecisiete relatos de Marian Castillo, pero también recoge, por gentileza de Silda Cordoliani, la autora del prólogo, un poema que lleva por título “Bajo la tenaza de Mariscal” y que destaco, aparte de porque nos da la oportunidad de leer uno de esos poemas que el pobre ruso que aparece en el título no llegó jamás a escuchar, porque contiene un verso que explica, en buena medida, el porqué de estos relatos, que es también, quizás, la razón de ser primera de toda Literatura. “Los recuerdos son el material más combustible”, dice ese verso de Marian, y es, sin duda, la necesidad de enhebrar y dejar prendidos en la memoria esos recuerdos antes de que ardan la que está en el origen de muchos de estos cuentos, una necesidad que, como señala el texto de la solapa, resulta aún más acuciante en aquellos a quienes, tal vez por haberse visto obligados a marchar y comenzar de nuevo en otra parte, “les ha sido dada la añoranza como legado”.
            “Recuerdo apenas detalles de lo que sucedió después, como si alguien hubiera pasado el borrador sobre un pizarrón lleno de ecuaciones”, nos cuenta el sorprendente narrador del relato “La carrera” haciendo de paso una atinada descripción de la forma de actuar del olvido, que va emborronándolo todo, hundiéndolo en una maraña de cifras y letras y polvo de tiza de la que no siempre es fácil rescatar el pasado, de ahí que, para mantenerlo vivo, unos recurran a la escritura, otros a la fotografía, otros a repetir viejas anécdotas como una letanía, de ahí que, por poner un ejemplo del propio libro, un personaje de “La señora de la risa” grabe, antes de convertirse en viudo, la risa de su mujer, para, haciéndola sonar una y otra vez en el magnetófono, mantenerla siquiera un tiempo más con vida.
            En ocasiones, ese juego de recuerdo y olvido es abordado desde una perspectiva plural, como sucede en “La vida a ratos”, que puede considerarse como un ejercicio de evocación colectiva en tanto la narradora reconstruye la historia de amor entre su tío Jorge y María Teresa “con los comentarios de mi madre y sus amigas, con los chistes de mi padre cuando tomaba vino, con los silencios del tío Jorge cuando le preguntábamos por qué no se casaba”. Más claro, en este sentido, es el hermoso relato “Rosa y el mar”, en el que se describe, además, sutilmente la mecánica colectiva del olvido y en el que sólo la callada labor de la narradora, que rastrea entre las brumas del pasado un poco al modo de Patrick Modiano, logra salvar para el recuerdo una secreta historia de amor.
            En este orden de cosas, Silda Cordoliani menciona en su prólogo la saudade, ese sentimiento tan portugués que en parte podría describirse, utilizando los versos de Sabina que abren “Colores cálidos”, como la nostalgia de “añorar lo que nunca jamás sucedió”. Según Silda, la saudade “parece impregnar la mayor parte de los relatos” del libro de Marian, algo con lo que estoy completamente de acuerdo, no en vano la autora afirma en uno de ellos, en “La despedida”, que “la vida se vuelve más pequeña que los sueños”, una frase saudosa como pocas que bien podría utilizarse como leiv motiv de muchos de sus cuentos. Dice también a renglón seguido el prólogo que ese aire nostálgico de muchas historia de Marian “tiene mucho que ver con el tono autobiográfico de buena parte de ellos”, y tampoco le falta razón, pues aunque ninguno de los relatos de El ruso al que no leí mis poemas sea explícitamente autobiográfico, cuando leemos, por ejemplo, de nuevo en “Colores cálidos”, una frase como “vinieron cambios y mudanzas, idas y venidas que me han traído hasta una ciudad lejana, donde crecen mis hijos y camino preguntándome por el día a día para protegerme del futuro”, cuesta trabajo no saltarse las jerarquías de la narración y pensar directamente en la autora, cuya experiencia personal parece estar detrás de esas palabras, pero también detrás de multitud de detalles dispersos a lo largo de las páginas del libro y que gozan del enorme poder evocador de los célebres je me souviens de Georges Perec. Así, el pasado aflora con viveza cuando, por ejemplo, Marian recuerda en “La despedida” “la rabia que nos daba cuando se nos derramaba el jugo y nos mojaba el sándwich de la merienda”, o, en el relato “6A”, el “nada original juego de tocar el intercomunicador de algunos apartamentos, decir alguna broma y salir corriendo”, o cuando, una vez más en “Colores cálidos”, que es enormemente rico en pinceladas de este género, habla de los “recortes de revista cubiertos por plástico transparente” con los que la protagonista forraba sus libros escolares, del “tubo azul del jean y los zapatos Keds, que no eran Keds” que lucía un lejano amor adolescente, o se hace eco del grito agudo y febril de los Bee Gees sonando en un coche familiar cada mañana, camino del colegio.
            Otro tema recurrente en el libro, muy ligado al recuerdo y al olvido, es el de la desaparición, tema central de relatos como “El 6A”, “Rol en juego” o “Desniveles”, aunque también presente, en cierto modo, en otros, como “Rosa y el mar”, “Colores cálidos” o en el que da título al libro, “El ruso al que no leí mis poemas”, y muy ligada a la desaparición, claro, como forma de desaparición extrema, definitiva, estaría la muerte, que también nos sale al paso en cuentos como “La vida a ratos”, “El regalo” o “La señora de la risa”.
          Llegados a este punto tengo que decir que esta presentación ha venido tomando una deriva tan saudosa, tan melancólica, que se veía venir que nos acabaríamos dando de frente con la muerte, tan aciaga, tan negra, tan inoportuna, pero aún estamos a tiempo de rectificar, o de matizar lo dicho, porque les aseguro que, lejos de lo que pueda parecer, El ruso al que no leí mis poemas no es, en absoluto, un libro triste, saudoso quizá sí, pero no triste, dulcemente melancólico acaso, pero no triste, y que, de hecho, junto al nostálgico juego del recuerdo y el olvido podemos encontrar en él, entre otras cosas, amor, mucho amor, un amor que, con sus luces y sus sombras, constituye para la autora del prólogo el tema principal del libro, pero también calor, la tibieza reconfortante de pieles que se buscan, que se encuentran en cuentos como “Rojo pasión, verde esperanza” o “La prueba”, e ironía, mucha ironía, a veces incluso con un divertido punto de mala leche, y todo ello aderezado con multitud de elementos mágicos, inusuales, sorpresivos, que, en relatos como “La despedida” o “La habitación”, irrumpen con fuerza en medio de la historia como una puerta abierta de par en par a la esperanza, haciéndonos sonreír maravillados.       
             Para terminar, puede uno de los cuentos más curiosos y reveladores del libro sea “Zurcido invisible”, del que aún no hemos hablado. En él, Verónica, su protagonista, asustada por un repentino lapsus de memoria, decide tomar obsesiva nota en sus cuadernos de todo cuanto le sucede, sin reparar en que, como advierte la cita del poeta José Hernández que encabeza el texto, “olvidar lo malo también es tener memoria”. “Zurcido invisible” es un relato irónico y sorprendente que también puede leerse en clave metaliteraria, como metáfora del proceso de escritura, pues Verónica comienza a escribir como una forma de anclar la realidad cotidiana, de salvarla del paso devastador del tiempo, pero lo hace con tanto ahínco, con tanta pasión, que, según dice el relato, “con el tiempo se fue alejando del mundo y metiéndose en sus libretas”, pues “nada parecía interesarle más”, y, siguiendo esa deriva fatal, llega un momento casi mágico en que –sigue diciendo el relato– “las personas a su alrededor se convirtieron solo en la excusa para el mundo de su memoria, ir y venir entre pasajes conocidos, entre momentos vividos que ella cambiaba una y otra vez a su antojo, acomodando las conversaciones para hacer mejores los recuerdos”, sólo que para entonces, y aunque no lo supiera, llegada a ese punto en el que no le importa falsear la realidad con tal de hacerla más bella, Verónica ya no está haciendo memoria, sino Literatura, y por eso dice Marian que “las palabras eran ahora su única realidad, lo demás sólo una urgencia, y la vida, necesaria, pero no importante”. Para entonces, muchos de sus amigos la han abandonado y comienza a hacer chistes extraños, chistes que sólo puede comprender quien, como ella, está entregado en cuerpo y alma a jugar con las palabras, pero no voy a contarles más, no voy a desvelarles si, finalmente, Verónica se hunde en la locura, si se convierte en una escritora de éxito o si llega a recuperar, en algún momento, el vínculo con la realidad, es mejor que lo averigüen ustedes mismos. Sólo quiero decirles, para acabar, que el camino de Verónica es el camino de toda literatura, un sendero de ida y vuelta que une realidad y palabra, realidad y ficción, y que, pese a lo que pueda parecer a simple vista, no lleva de la verdad a la mentira, sino de una verdad a otra diferente y no menos verdadera, que el camino de Verónica es, a fin de cuentas, el mismo que ha seguido Marian Castillo para, jugando con las palabras y empleando los astutos mecanismos de la ficción, atrapar el mundo en los diecisiete estupendos relatos de El ruso al que no leí mis poemas.


2 comentarios:

  1. Recuerdo algunas noches en las que compartía conmigo sus cuentos y yo viajaba con sus "palabras iluminadas", hoy me siento feliz de que cada día seamos mas lo que podamos disfrutar de ello. Siempre será mi profe Marian. Estoy orgullosa de usted.

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  2. Gracias querida Anair, para mí fue un placer tener alumnas como ustedes. Siempre las pienso con cariño. Espero que todo vaya muy bien, un besito.

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