(Prólogo de Silda Cordoliani en el libro El ruso al que no leí mis poemas)
Existen al menos
dos tipos de nostalgia. Definiría a la primera como «concreta»: añoranza por
algo perdido o pasado que desearíamos estuviera aún presente. La otra es un
sentimiento menos asible, un sentimiento hasta próximo a la melancolía que no
tiene necesariamente relación con experiencias pasadas. Nos abraza a veces a la
hora del crepúsculo u oyendo por primera vez alguna acompasada canción en una
lengua que incluso nos puede resultar por completo extraña. Tan especial es
esta clase de nostalgia que, para mejor expresarla, el español ha incorporado
en su diccionario una palabra original del portugués y el gallego cuyo
significado, y sobre todo cadencia, se aproxima mucho más a esa sensación, a
esa emoción: saudade.
***
Periodismo se llamaba antes en Venezuela la carrera
universitaria que, en los años ochenta del siglo pasado, cambió su nombre por
Comunicación Social, una manera de responder al auge de los nuevos medios y
tecnologías que también reclamaban especialización. Pero, en todo caso, para el
momento en que Marian Castillo la inicia, escogerla implicaba la carga de una
inquietud muy precisa: la escritura, el trabajo con la palabra. Una pasión que
nunca la ha abandonado y a la cual se ha dedicado en todas sus formas, como
periodista propiamente, como docente y como cronista, poeta y narradora. A todo
ello es necesario agregar su labor como editora en España y Venezuela tras su
máster en Edición por la Universidad de Barcelona, España; así como también la
apertura de la librería Paseo de Gracia, en Valencia, Venezuela, en actividad
durante cinco años continuos.
De sus luminosas crónicas podemos encontrar constancia
en los blogs que actualmente mantiene en línea: Colores cálidos y Del Jerte y
sus alrededores. En cuanto a su poesía y narrativa (a excepción de algunos
cuentos aparecidos en el libro Once
cuentan en sábado, antología de los integrantes del taller de la escritora
Laura Antillano en Valencia, Venezuela), seguro somos pocos los que hasta ahora
hemos tenido la suerte de conocerlas. Y digo suerte, porque jamás olvidaré, por
ejemplo, la emoción que me produjo (y me produce) la lectura de su poema «Bajo
la tenaza de Mariscal», el cual me permito citar aquí completo.
Podríamos
llamar sed ese esperar los viernes
a
que saliera el barco hacia Mallorca.
Ver
asomadas en el horizonte
tres
islas redondas de gente desnuda
provocan
un deseo a calmar con vino en el otoño
y
esperar la madrugada sin abrigo.
Vacío
salió el ferry aquel viernes que tu soga me ató al puerto.
Luego
subí al teleférico y atravesé la playa
en
una cabina que llamé helicóptero
roja
y el fondo ocre.
Colón
me apuntaba.
Volverían
por última vez los tintos de verano
pero
nunca más la escarcha en las ventanas
la
alfombra de hojas
y el
olor a albahaca de las ramblas en primavera.
Ese
abril no llegaron las golondrinas.
El
tiempo nos había abierto un paréntesis que ahora cerraba.
Hacía
un año que los acróbatas habían bajado de Montjuic
solo
quedaban algunas banderolas
y
los pósters enrollados en el armario.
Tuvimos
un San Juan y lo hicimos arder
los
recuerdos son el material más combustible.
Tomamos
cava y jugamos cartas
hasta
que nos amaneció el primer día del verano.
Hicimos
promesas que aún no hemos cumplido
y
lancé deseos a lo eterno
para
que las brujas se acordaran de mí
allí
palpitando
sobre mi terraza
temblando
en cada campanada.
Aquella
noche me senté angustiada en las rodillas del apóstol.
La
hoguera de San Juan se extinguía en la plaza,
junto
a la fuente.
No resulta arriesgado afirmar que la periodista y la
poeta afloran por igual en este libro, bien por el enigma que entrañan o por
las anécdotas aptas para titulares de prensa. Algunos de estos cuentos, entre
ellos El 6A y La carrera, me llevan a recordar el gran interés de la autora por
el periodismo de investigación. Sin embargo, es en Desniveles donde podemos encontrar a un personaje perfectamente
análogo a esa suerte de detective en que deben convertirse los periodistas de
fuente tan delicada; aquí la narradora se deja arrastrar (¿en verdad o es solo
en la imaginación?) por la incógnita que representa su protagonista hasta rozar
ambientes sórdidos y oscuros, los mismos que (no por casualidad) deseaba
plasmar en su «ejercicio de escritura».
Una cierta sordidez, siempre tratada con gran
sutileza, asoma también en otros relatos como contraste a la limpidez y
transparencia de su lenguaje y, en el caso preciso de Desniveles, incluso como contraste a la vida sencilla y plácida de
quien suele sentarse en la plaza de un pueblo para ver pasar y saludar vecinos.
En este sentido, notable es La prueba,
capaz de contarnos un intercambio de parejas en medio de un espléndido ambiente
nocturno y como el inicio del verdadero amor.
Y es que el amor, sin duda alguna, es aquí el tema
principal. Empezando por ese primer enamoramiento o inicio de educación
sentimental presente en Colores cálidos,
hasta el peligroso, obsesivo y letal de La
carrera. Entre ellos una extensa gama: aquel amor de toda la vida capaz de
dar solo La vida a ratos; el imposible de Rosa y el mar; el que pudo ser posible de El ruso al que no leí mis poemas; el que está a punto de pasar la
prueba máxima en Rojo pasión verde esperanza; el traidor de esa suerte de fábula
intemporal titulada El hechizo,
así como el condenado de las historias paralelas de Rol en juego. Aunque seguramente sea en el algo grotesco La señora de la risa donde se guarda la
más grande historia de amor.
Otra obsesión, y también, de seguro, otro tipo de
amor, se nos ofrece en El regalo,
donde el destino del cazador no puede ser otro que lograr el último descanso
acariciando su presa. Mención aparte merece La
maleta, magnífico relato con visos de fantástico (género que hace guiños en
algunos otros cuentos) donde «el otro» no es el doble pero sí el mismo.
Si alguien se preguntara qué une a todos estos cuentos
tal vez encuentre la respuesta en uno de ellos. Se trata de ese «hilo de las
palabras» con que la protagonista de Zurcido
invisible se empeña en tejer recuerdos para al final, remedando a la
sempiterna Penélope, destejerlos y perder para siempre el «hilo de la memoria».
¿Y qué otra cosa hace el escritor si no es tejer con palabras su propia memoria
inventada?
***
Empecé hablando de la saudade porque ella parece
impregnar la mayor parte de los relatos de este libro. Sin duda esa sensación
tiene mucho que ver con el tono autobiográfico de buena parte de ellos, convocando,
además, momentos de la infancia y la adolescencia. No obstante, eso no es
suficiente para que un cuento despierte recónditas emociones. Hace falta un
tratamiento que involucre al lector y le revele partes, no precisamente de su
propia vida, más bien de su propia condición humana, como reclamaba Julio Cortázar.
Creo que, en este sentido, la sabiduría que otorga la «distancia» resulta fundamental.
Y es que el narrador más recurrente de Marian
Castillo, no importa si en primera o tercera persona, si en tiempo presente
como en La habitación o en pasado
como en La despedida, es capaz de
ofrecer tanta distancia (como si los escribiera incluso desde otra dimensión)
que la empatía que se reclama del receptor, más que dirigida a los personajes o
a la acción, se prende de esa lejana, pero siempre involucrada y comprensiva,
voz que los convoca. Cualidad que otorga a estos cuentos una cierta atmósfera
de «vaporosidad» característica de los cielos inasibles entre el día y la
noche, de esos ritmos que no sabemos por qué nos hieren placenteramente el
corazón.
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