— Sé que este número es el 1358
que está en mi boarding pass y que coincide perfectamente con el 1358 que está
en la etiqueta, pero le aseguro que esta no es mi maleta.
— Dígame cómo es su maleta.
— Mi maleta es una Samsonite,
gris, mediana…
— Me está describiendo esta
maleta, señor Jiménez.
— ¡No! yo no soy el señor
Jiménez, mi nombre es Javier Gutiérrez. Mire señorita, le agradezco mucho su
esfuerzo, pero no está solucionando mi problema, yo voy al hotel y mañana
volveré, ¿puede tomar nota de mi reclamación? A ver si aparece la persona que
se llevó mi maleta por equivocación, cuando eso ocurra, dígale que yo tengo la
suya, por favor.
— Sí, señor, tomaré nota, pero
hasta el momento esta es la única reclamación… señor…
La muchacha de cabello castaño
bajo el gorrito azul ahogó una risita maliciosa que compartió, después de unas
palabras incomprensibles, con su compañera de mostrador de la aerolínea Space.
Se alisó el uniforme, por si hubiera quedado una arruga del breve desparpajo, y
dio la bienvenida al siguiente pasajero que la requería para otra información.
Javier Gutiérrez caminaba con el
gesto molesto y a su paso provocaba que el aire se pusiera espeso, como si un
mal presagio lo rodeara. Tropezaba y rezongaba, hasta que la molestia fue bajando
y llegó a cierta tranquilidad que acabaría en desconcierto, pero eso sería más
adelante. Debo calmarme, a ver qué hago, me iré al hotel a descansar, volar
catorce horas seguidas no puede ser sano para nadie ―pensó Javier mientras
buscaba un taxi para adentrarse en las luminosas calles de Pekín―.
Atardecía cuando cerró la puerta
del auto. Dijo, lo mejor que pudo, ni hao mientras inclinaba la cabeza;
inmediatamente entregó al chofer un papel con la dirección del espléndido Min
Xiang que el gobierno de su país, a través del Ministerio de Comunicaciones,
pagaba para que él participara en un encuentro de ingenieros especializados en
ferrocarriles. Llegó a sentirse satisfecho, ser un viajero frecuente era una de
las grandes posibilidades que le había dado sumar su talento ―el que ningún
profesor universitario ni antiguo jefe había descubierto― al nuevo rumbo de su
país. Consideró que el problema de la maleta era un inconveniente mínimo, una
de las desventajas entre todas las ventajas de su nueva vida.
Ya conocía el hotel Min Xiang,
ubicado en el distrito de Dongcheng. Los cincuenta kilómetros que lo separaban
de su destino le permitían disfrutar de los últimos modelos en automóviles que
pasaban a su lado y de la delicia de la multitud de gente en bicicletas, así
como detallar la gigantesca urbe que se abría ahí mismo, delante de él, casi
para él.
Entró al hotel y se convenció de
que no había mejor lugar donde perder una maleta que en China, total ―pensó―
iré al Mercado de la Seda y compraré la ropa baratísima y de las mejores
marcas, todas imitaciones por supuesto, de esas que usa medio mundo. Sin
embargo, apenas llegó al mostrador y quiso buscar de nuevo su cartera, con la
que acababa de pagar al taxista, no pudo encontrarla, ni la cartera ni el
pasaporte. Un sentimiento de abandono comenzó a subirle por el cuerpo, el miedo
de un niño cuando sus padres llegan tarde a buscarlo al colegio. De su bolsillo
solo salió un papel con unos números, los reconoció inmediatamente, era la
clave para abrir su maleta, pero aquellos dígitos no habían sido escritos por
él, estaba seguro de eso.
Intentó comunicarse en su mal
inglés, pero el inglés de la china que le tocaba guardia esa noche era peor que
el suyo. Aturdido, sin pasaporte, sin cartera y con una maleta ajena, se sentó
en una butaca del salón buscando una solución en sus nublados pensamientos. No
tuvo que utilizar los números del papel, se los sabía de memoria, abrió la
maleta y apareció la lengüeta vinotinto de un pasaporte, tiró de él, lo hojeó
pensando en el insensato que iba por el mundo y metía un pasaporte en una
maleta que podía extraviarse. Dijo en voz alta, ese imbécil debe estar tan
desesperado como yo, y curioseó el nombre, Germán Jiménez, el dueño de la
maleta, lo único que Javier tenía seguro en medio de dieciséis millones de habitantes
que hablan chino, solo chino, o casi solo chino en Pekín, esa noche a las
nueve, doce horas menos en Caracas, las ocho de la mañana en Nueva York y las
dos de la tarde en Madrid.
El
pasaporte tenía varios sellos y de sus páginas salió un papel con una dirección
escrita: Shongan Hotel Suijachang Beijing Dongcheng. ¡Dongcheng! al menos era
el mismo distrito donde él estaba. Tomó un mapa de una mesa y trató de
ubicarse, caminó hasta el sitio, que estaba bastante alejado, un callejón sucio
y oscuro albergaba el hotelucho de mala muerte. Entró y la recepcionista lo
miró de manera casi bondadosa y dijo en un castellano de restaurante chino,
bienvenido señor Jiménez, lo esperábamos. Él trató de explicar que no era
Jiménez y que por un azar tenía su maleta y documentos, pero que mañana
solucionaría el problema, también preguntó si podría disponer de una
habitación. Pero apenas comenzó a hablar se dio cuenta de que el castellano de
su anfitriona se había acabado justamente después del saludo, sin embargo
terminó de decirlo todo y finalizó con un piropo llanero, en fin, si ella no
entendía nada…
(PUEDES ENCONTRAR EL TEXTO COMPLETO DEL RELATO LA MALETA EN EL LIBRO EL RUSO AL QUE NO LEÍ MIS POEMAS, DE EDICIONES ENTRETRÉS, BÚSCALO AQUÍ)
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