miércoles, 20 de noviembre de 2013

La Maleta (primera parte)

— Sé que este número es el 1358 que está en mi boarding pass y que coincide perfectamente con el 1358 que está en la etiqueta, pero le aseguro que esta no es mi maleta.
— Dígame cómo es su maleta.
— Mi maleta es una Samsonite, gris, mediana…
— Me está describiendo esta maleta, señor Jiménez.
— ¡No! yo no soy el señor Jiménez, mi nombre es Javier Gutiérrez. Mire señorita, le agradezco mucho su esfuerzo, pero no está solucionando mi problema, yo voy al hotel y mañana volveré, ¿puede tomar nota de mi reclamación? A ver si aparece la persona que se llevó mi maleta por equivocación, cuando eso ocurra, dígale que yo tengo la suya, por favor.
— Sí, señor, tomaré nota, pero hasta el momento esta es la única reclamación… señor…

La muchacha de cabello castaño bajo el gorrito azul ahogó una risita maliciosa que compartió, después de unas palabras incomprensibles, con su compañera de mostrador de la aerolínea Space. Se alisó el uniforme, por si hubiera quedado una arruga del breve desparpajo, y dio la bienvenida al siguiente pasajero que la requería para otra información.

Javier Gutiérrez caminaba con el gesto molesto y a su paso provocaba que el aire se pusiera espeso, como si un mal presagio lo rodeara. Tropezaba y rezongaba, hasta que la molestia fue bajando y llegó a cierta tranquilidad que acabaría en desconcierto, pero eso sería más adelante. Debo calmarme, a ver qué hago, me iré al hotel a descansar, volar catorce horas seguidas no puede ser sano para nadie ―pensó Javier mientras buscaba un taxi para adentrarse en las luminosas calles de Pekín―.

Atardecía cuando cerró la puerta del auto. Dijo, lo mejor que pudo, ni hao mientras inclinaba la cabeza; inmediatamente entregó al chofer un papel con la dirección del espléndido Min Xiang que el gobierno de su país, a través del Ministerio de Comunicaciones, pagaba para que él participara en un encuentro de ingenieros especializados en ferrocarriles. Llegó a sentirse satisfecho, ser un viajero frecuente era una de las grandes posibilidades que le había dado sumar su talento ―el que ningún profesor universitario ni antiguo jefe había descubierto― al nuevo rumbo de su país. Consideró que el problema de la maleta era un inconveniente mínimo, una de las desventajas entre todas las ventajas de su nueva vida.

Ya conocía el hotel Min Xiang, ubicado en el distrito de Dongcheng. Los cincuenta kilómetros que lo separaban de su destino le permitían disfrutar de los últimos modelos en automóviles que pasaban a su lado y de la delicia de la multitud de gente en bicicletas, así como detallar la gigantesca urbe que se abría ahí mismo, delante de él, casi para él.

Entró al hotel y se convenció de que no había mejor lugar donde perder una maleta que en China, total ―pensó― iré al Mercado de la Seda y compraré la ropa baratísima y de las mejores marcas, todas imitaciones por supuesto, de esas que usa medio mundo. Sin embargo, apenas llegó al mostrador y quiso buscar de nuevo su cartera, con la que acababa de pagar al taxista, no pudo encontrarla, ni la cartera ni el pasaporte. Un sentimiento de abandono comenzó a subirle por el cuerpo, el miedo de un niño cuando sus padres llegan tarde a buscarlo al colegio. De su bolsillo solo salió un papel con unos números, los reconoció inmediatamente, era la clave para abrir su maleta, pero aquellos dígitos no habían sido escritos por él, estaba seguro de eso.

Intentó comunicarse en su mal inglés, pero el inglés de la china que le tocaba guardia esa noche era peor que el suyo. Aturdido, sin pasaporte, sin cartera y con una maleta ajena, se sentó en una butaca del salón buscando una solución en sus nublados pensamientos. No tuvo que utilizar los números del papel, se los sabía de memoria, abrió la maleta y apareció la lengüeta vinotinto de un pasaporte, tiró de él, lo hojeó pensando en el insensato que iba por el mundo y metía un pasaporte en una maleta que podía extraviarse. Dijo en voz alta, ese imbécil debe estar tan desesperado como yo, y curioseó el nombre, Germán Jiménez, el dueño de la maleta, lo único que Javier tenía seguro en medio de dieciséis millones de habitantes que hablan chino, solo chino, o casi solo chino en Pekín, esa noche a las nueve, doce horas menos en Caracas, las ocho de la mañana en Nueva York y las dos de la tarde en Madrid.

El pasaporte tenía varios sellos y de sus páginas salió un papel con una dirección escrita: Shongan Hotel Suijachang Beijing Dongcheng. ¡Dongcheng! al menos era el mismo distrito donde él estaba. Tomó un mapa de una mesa y trató de ubicarse, caminó hasta el sitio, que estaba bastante alejado, un callejón sucio y oscuro albergaba el hotelucho de mala muerte. Entró y la recepcionista lo miró de manera casi bondadosa y dijo en un castellano de restaurante chino, bienvenido señor Jiménez, lo esperábamos. Él trató de explicar que no era Jiménez y que por un azar tenía su maleta y documentos, pero que mañana solucionaría el problema, también preguntó si podría disponer de una habitación. Pero apenas comenzó a hablar se dio cuenta de que el castellano de su anfitriona se había acabado justamente después del saludo, sin embargo terminó de decirlo todo y finalizó con un piropo llanero, en fin, si ella no entendía nada…

(PUEDES ENCONTRAR EL TEXTO COMPLETO DEL RELATO LA MALETA EN EL LIBRO EL RUSO AL QUE NO LEÍ MIS POEMAS, DE EDICIONES ENTRETRÉS, BÚSCALO AQUÍ)

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