IDA Y VUELTA
Los hijos de los emigrantes estamos destinados a no
tener un lugar en el mundo. Lo sé desde hace tiempo, pero cada viaje solitario
que hago me refuerza esta idea. La última vez ocurrió un martes que fui a
Madrid a ver a una amiga con la que no coincidía desde hacía muchos años.
Tomé el tren de las ocho de la mañana, mi esposo no
pudo quedarse en la estación diciéndome adiós en el andén como en las películas,
porque los niños estaban en casa preparándose para ir al colegio y él tenía que
regresar para llevarlos. Era un día gris, unas pocas gotas resbalaban por la
ventana del vagón cuando el tren partió. Plasencia apenas se levantaba, pasamos
al borde de la zona industrial y los autos con las luces encendidas circulaban
adormilados. Me acordé de las mañanas frías de Caracas, y del Ávila en colores
que la levanta y acuesta a diario.
En pocos minutos estábamos en Monfragüe, justo en la
estación donde destacan unos secaderos de tabaco, un cultivo aún importante en
la región y que hace años vivió una época próspera. Todavía hay algunos
sembradíos de hojas anchas y verde alegre. Intenté ver algunos de los cientos
de ciervos que viven en el parque, pero se me perdieron los ojos en el bosque
de encinas que rodea la estación. A mi mente vinieron los araguaneyes con su
color intenso y su algarabía de desordenados puntos amarillos sobre el verde de
las montañas de La Cumaca. Nadie subió ni bajó en Monfragüe y seguimos hacia
Casatejada, pero antes pasamos de largo por la mínima estación de La Bazagona,
un sitio que es finca, río y poblado y que debió vivir tiempos de movimiento,
pues mereció una estación que ahora languidece solitaria, y donde nunca para el
tren. En Casatejada subió una persona, un lote de maderas se acumulaba al lado
de las vías. En los alrededores las vacas, marrones, blancas o negras, comían
tranquilas en los campos, más adelante, los rebaños de ovejas huían a nuestro
paso.
Llegamos luego a Navalmoral de la Mata, al detenernos
entró un particular olor a insecticida. Navalmoral es grande e importante en la
zona y allí estuvimos unos minutos. Al partir y estar de nuevo en medio de los
campos vi un tractor que araba la tierra y cientos de pájaros blancos que se
abalanzaban hacia los surcos recién abiertos. Supongo que eso sería un festín
de lombrices e insectos escurridizos.
Íbamos de camino al sol que ya calentaba, pero a lo
lejos, a mi izquierda, se veía Gredos blanco en las cumbres, así que era
cierto, ya estábamos en otoño, aunque hasta hacía pocos días estuviéramos de
manga corta. Junto a nosotros se desplegaban grandes torres de electricidad que
debían salir de la Central de Almaraz e ir hacia a los centros poblados. Afuera
el viento movía los árboles, especialmente los chopos que empezaban a
amarillear por el frío. Los ocres, marrones, dorados dominaban los breves
bosques que podía ver.
Hace casi tres años que hice el viaje Caracas-La Guaira
para tomar el avión que me traería con mi familia a una ciudad desconocida para
mi mundo de entonces. Ese día también viajaba hacia el sol, la emoción era un
motor arrollador en mi pecho y el miedo un agujero negro y profundo que lo
circundaba. Amigos y familiares nos acompañaban en aquella caravana de
despedida. En este viaje en tren iba sola, con recuerdos, un libro y mi
serenidad de apariencia dentro de la tormenta.
En Oropeza de Toledo bajó un hombre que cerró
rápidamente su chaqueta e hizo el gesto de meter la cabeza en el cuello: hacía
frío. A los pocos metros vi un par de personas cosechando aceitunas en unas
cestas grandes y rojas. Una casa pequeña de piedra se asomaba detrás de unos
cipreses sobre una brevísima colina, un bucólico dibujo. El cielo volvió a
ponerse gris.
El tren siguió a través de sembradíos en retículas
perfectamente delimitadas. Dos camionetas se detuvieron en una carretera de
tierra ante nuestro paso, éramos apenas dos vagones de un tren que va a Madrid.
Al Tiétar lo pasamos mucho antes y no volvimos a ver otro río ancho, pero
algunos canales de riego corrían a nuestro lado en una limpia competencia. Los
campos de Castilla se extendían planos a la derecha del tren, tan planos como
el Caribe cuando no hay brisa y se aplasta bajo el sol blanco en el infinito.
Al llegar a Talavera de la Reina hubo más movimiento,
unos carros de carga llenos de piedras esperaban a un lado de la estación. Esta
población, a unos cien kilómetros de Madrid fue famosa por sus cerámicas. No sé
por qué pero a partir de ese punto siempre me parece que ya estamos en la ciudad.
Los pueblos llegan mucho más rápido, Montearagón, Torrijos, Illescas, y pronto
Leganés, ya Madrid, porque a partir de allí se ven los edificios hombro con
hombro, las grandes avenidas y las vallas de anuncios. Al final el tren avanzó
lentamente entre un grupo de vías, pertrechos, herramientas y vehículos de
Renfe, Atocha, final del recorrido.
Tres horas duró el viaje, y aún me quedaba tiempo de
ver un poco Madrid antes de comer con mi amiga. Por suerte las nubes y la
lluvia se quedaron en el camino y al salir me encontré la enorme ciudad que
siempre me sobrecoge. Pensé ir al Thyssen Bornemisza, pero al cruzar la
avenida, justo al lado del monolito que recuerda las víctimas del atentado del
11 de marzo, me encontré con el Museo de Antropología y no lo dudé. Se trata de
un interesante museo etnográfico, con las salas de Oceanía, África, Asia y
América. Es especialmente atractivo un rincón dedicado a las grandes
religiones, aunque lo mejor de todo fue un pequeño pasillo al que entré cuando
ya buscaba la salida, y que llevaba a una sala solitaria y oscura. Allí se
exponen las piezas iniciales de este museo que es la concreción del sueño del
doctor Pedro González Velasco, quien dejó su fortuna en su colección y en
comprar el palacio que la alberga. Sola en la salita, aquel lugar se convirtió
en el escenario perfecto para un corto de terror, solamente era necesario que
del otro lado no llegara el ruido de los niños que visitaban el museo.
Sería así: la puerta se cierra de golpe y la luz falla
lentamente, desciende como el sol, hasta que sólo queda la poca iluminación de
una farola que entra por dos largas y estrechas ventanas. Rodeada de antiguas
vitrinas de madera donde se acumulan decenas de calaveras y vaciados en yeso de
personas que vivieron hace doscientos años, parece que aquello cobrara vida.
En una vitrina baja el esqueleto de una madre orangután
posa a los pies de un árbol ficticio donde cuelga el esqueleto de su cría,
sacrificadas ambas por el supuesto bien de la ciencia. Esa esquina es la que
siento más segura, aunque no puedo evitar levantar la vista y ver al fondo la
momia de una mujer guanche a la que la piel le ha quedado adherida al cuerpo,
como el mejor trabajo de un artesano. Sin embargo, sobre todo esto, algo recoge
mi atención, es una isla de cristal en forma de ataúd, donde está el esqueleto
del llamado Gigante Extremeño. Es Agustín Luengo y Capilla, quien nació en
Puebla de Alcócer y llegó a medir 2,35 metros.
El doctor González, el creador del museo, se enteró de
su existencia y lo buscó para estudiar tan enorme personaje, al final llegaron
a un acuerdo, el doctor lo mantendría económicamente y a cambio, Agustín
donaría su cuerpo al museo cuando falleciera. No tuvieron que esperar mucho
tiempo, porque Agustín se entregó pronto a los festines que le ofrecían las
pesetas de entonces y con sólo 26 años falleció, el último día de 1875. Su
enorme esqueleto reposa ante nuestros ojos y a su lado un vaciado en yeso de su
cadáver con el rictus de la muerte dibujado en el rostro. Colgando en la pared
está una fotografía de él con sus padres que nos recuerda que para alguien fue
algo más que una cosa interesante o un fenómeno de circo. Viéndolo en la urna
de cristal impresionan sus enormes manos que, huesito a huesito, se dibujan
sobre el terciopelo rojo.
La protagonista de esta historia está temblando en un
rincón de la sala cuando de pronto se abre la puerta y una trabajadora del
museo atraviesa la estancia con cara de aburrimiento. Salgo por el pasillo y
termino mi corto de terror.
Me voy corriendo a tomar el metro porque ya es la hora,
allí me fijo en las caras de las personas, imagino vidas e historias, detallo
lo que leen, lo que visten, lo que llevan en las manos. Hice lo mismo tantas
veces en el metro de Caracas. La gente sentada, seria, balanceándose al son del
vagón entre acelerones y frenadas.
Dejo de pensar en lugares, da igual Caracas, Plasencia,
Madrid, y me acomodo en la idea de no tener un lugar en el mundo, lo prefiero.
Es el destino el que hizo que este día, veinticinco años después de dejar el
colegio, pudiera abrazar a una querida amiga. Pienso entonces en ese hilo
conductor que buscamos en los oráculos, que anhelamos y tememos continuamente
en este viaje de ida y vuelta.
Ida y vuelta,
ganador del Segundo Premio en el
I Concurso de Relato Corto Jan Evanson, en
marzo de 2010.
De algún modo es así, no somos de ningún lugar y a la vez somos de muchos. Agradezco a ese hilo conductor que nos mantiene cerca y entrelaza nuestras vidas.
ResponderEliminarEs cierto amiga, muchas cosas nos unen, este sentimiento es una de ellas. Qué alegría sentirte cerca.
ResponderEliminarMe sigue gustando, como la primera vez que lo leí,
ResponderEliminarGracias Jose, por tu comentario. :)
ResponderEliminarEs un relato precioso. Ayer adquirí en uno de los stand de la Feria del Libro, tu libro... Ya empecé a leerlo. Me gusta, me gusta mucho como escribes, lo que más me gustaría es leer una novela completa tuya... ¿No te animas? Saludos
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