Siempre me han fascinado las
historias de individuos que van a parar a un lugar que de entrada no es el
suyo, a un lugar distinto del que figura en su documento de identidad o del
lugar, siempre tan propio, donde estudió el bachillerato. Mi fascinación aumenta,
además, cuando la relación entre el lugar de origen y el destino es lejana,
confusa, esquiva a cualquier lógica, y aún crece más cuanto mayor sea el número
de peripecias, de metas volantes, que uno intuya entre la partida y la llegada.
Si digo intuir, y no leer, es porque no estoy hablando de libros, ni de
Literatura, sino de la vida real, y aunque mi fascinación pueda ampliarse en
abstracto a cualquier destino, tampoco estoy hablando de un lugar cualquiera,
sino de uno en concreto, de esta ciudad, de mi ciudad, de Plasencia. Tal vez en
el origen de esa fascinación, de mi curiosidad por conocer las razones que ha
traído a gente de otros lugares hasta aquí, esté el placer, tan literario, de
recrearme en las caprichosas tramas que suele trenzar el azar con nuestras
vidas, pero también creo que detrás de todo esto hay una necesidad personal, la
de descubrir que en algunos de esos casos la llegada no es fruto de la
casualidad, sino el resultado de una voluntad deliberada, del deseo de vivir
aquí y no en ninguna otra parte, supongo
que porque esas decisiones ajenas me hacen sentirme reforzado en mi propia
decisión de permanecer en este lugar, en el sitio donde nací, en esta ciudad
que amo, pero que también algunos ratos aborrezco.
Marian Castillo, la autora de El
ruso al que no leí mis poemas, es la protagonista de una de esas historias. En
su caso, por ser hija de una familia española emigrada en Venezuela, su
historia tiene algo de regreso, de vuelta al origen, circunstancia que alumbra
su peripecia con una cierta lógica, sí, pero que la vuelve, al mismo tiempo,
por el carácter rotundamente circular del recorrido, más compleja y fascinante.
Marian, que ha vivido, pues, a un lado y otro del océano, es periodista, está especializada
en labores editoriales y ha trabajado como redactora, lectora, correctora,
editora y docente en diversas empresas e instituciones de España y Venezuela.
Reconozco que muchos de estos datos los sé por la solapa y el prólogo del
libro, pues a Marian la conocí en el taller literario de la Universidad Popular
y hasta ahora casi lo único que de verdad sabía de ella, aparte de algunos
mínimos datos biográficos, es que escribe estupendamente y que gracias a ello
ha ido ganando diversos premios literarios.
Por todos eso motivos, porque
detrás de Marian hay un largo periplo que, ya por casualidad, ya por una
voluntad deliberada, la ha traído hasta esta ciudad, porque me parece una
persona inteligente, capaz de decir cosas interesantes y capaz, además, de
contárnoslas magníficamente por escrito, recibí con gran alegría la publicación
de El ruso al que no leí mis poemas. Por eso lo compré enseguida, por eso
comencé a leerlo de inmediato, y por eso ahora, después de haber leído de un
tirón sus relatos y de haberlos repasado con calma para hacer esta
presentación, puedo decirles que el libro no me ha decepcionado en absoluto, e
incluso permitirme el lujo de adivinar que tampoco a ustedes les va a
decepcionar.
El ruso al que no leí mis poemas
reúne diecisiete relatos de Marian Castillo, pero también recoge, por gentileza
de Silda Cordoliani, la autora del prólogo, un poema que lleva por título “Bajo
la tenaza de Mariscal” y que destaco, aparte de porque nos da la oportunidad de
leer uno de esos poemas que el pobre ruso que aparece en el título no llegó
jamás a escuchar, porque contiene un verso que explica, en buena medida, el
porqué de estos relatos, que es también, quizás, la razón de ser primera de
toda Literatura. “Los recuerdos son el material más combustible”, dice ese
verso de Marian, y es, sin duda, la necesidad de enhebrar y dejar prendidos en
la memoria esos recuerdos antes de que ardan la que está en el origen de muchos
de estos cuentos, una necesidad que, como señala el texto de la solapa, resulta
aún más acuciante en aquellos a quienes, tal vez por haberse visto obligados a
marchar y comenzar de nuevo en otra parte, “les ha sido dada la añoranza como
legado”.
“Recuerdo apenas detalles de lo que
sucedió después, como si alguien hubiera pasado el borrador sobre un pizarrón
lleno de ecuaciones”, nos cuenta el sorprendente narrador del relato “La
carrera” haciendo de paso una atinada descripción de la forma de actuar del
olvido, que va emborronándolo todo, hundiéndolo en una maraña de cifras y
letras y polvo de tiza de la que no siempre es fácil rescatar el pasado, de ahí
que, para mantenerlo vivo, unos recurran a la escritura, otros a la fotografía,
otros a repetir viejas anécdotas como una letanía, de ahí que, por poner un
ejemplo del propio libro, un personaje de “La señora de la risa” grabe, antes
de convertirse en viudo, la risa de su mujer, para, haciéndola sonar una y otra
vez en el magnetófono, mantenerla siquiera un tiempo más con vida.
En ocasiones, ese juego de recuerdo
y olvido es abordado desde una perspectiva plural, como sucede en “La vida a
ratos”, que puede considerarse como un ejercicio de evocación colectiva en
tanto la narradora reconstruye la historia de amor entre su tío Jorge y María
Teresa “con los comentarios de mi madre y sus amigas, con los chistes de mi
padre cuando tomaba vino, con los silencios del tío Jorge cuando le
preguntábamos por qué no se casaba”. Más claro, en este sentido, es el hermoso
relato “Rosa y el mar”, en el que se describe, además, sutilmente la mecánica
colectiva del olvido y en el que sólo la callada labor de la narradora, que
rastrea entre las brumas del pasado un poco al modo de Patrick Modiano, logra
salvar para el recuerdo una secreta historia de amor.
En este orden de cosas, Silda Cordoliani
menciona en su prólogo la saudade, ese sentimiento tan portugués que en parte
podría describirse, utilizando los versos de Sabina que abren “Colores
cálidos”, como la nostalgia de “añorar lo que nunca jamás sucedió”. Según
Silda, la saudade “parece impregnar la mayor parte de los relatos” del libro de
Marian, algo con lo que estoy completamente de acuerdo, no en vano la autora
afirma en uno de ellos, en “La despedida”, que “la vida se vuelve más pequeña
que los sueños”, una frase saudosa como pocas que bien podría utilizarse como
leiv motiv de muchos de sus cuentos. Dice también a renglón seguido el prólogo
que ese aire nostálgico de muchas historia de Marian “tiene mucho que ver con
el tono autobiográfico de buena parte de ellos”, y tampoco le falta razón, pues
aunque ninguno de los relatos de El ruso al que no leí mis poemas sea
explícitamente autobiográfico, cuando leemos, por ejemplo, de nuevo en “Colores
cálidos”, una frase como “vinieron cambios y mudanzas, idas y venidas que me
han traído hasta una ciudad lejana, donde crecen mis hijos y camino
preguntándome por el día a día para protegerme del futuro”, cuesta trabajo no
saltarse las jerarquías de la narración y pensar directamente en la autora,
cuya experiencia personal parece estar detrás de esas palabras, pero también
detrás de multitud de detalles dispersos a lo largo de las páginas del libro y
que gozan del enorme poder evocador de los célebres je me souviens de Georges
Perec. Así, el pasado aflora con viveza cuando, por ejemplo, Marian recuerda en
“La despedida” “la rabia que nos daba cuando se nos derramaba el jugo y nos
mojaba el sándwich de la merienda”, o, en el relato “6A”, el “nada original
juego de tocar el intercomunicador de algunos apartamentos, decir alguna broma
y salir corriendo”, o cuando, una vez más en “Colores cálidos”, que es
enormemente rico en pinceladas de este género, habla de los “recortes de
revista cubiertos por plástico transparente” con los que la protagonista
forraba sus libros escolares, del “tubo azul del jean y los zapatos Keds, que
no eran Keds” que lucía un lejano amor adolescente, o se hace eco del grito
agudo y febril de los Bee Gees sonando en un coche familiar cada mañana, camino
del colegio.
Otro tema recurrente en el libro,
muy ligado al recuerdo y al olvido, es el de la desaparición, tema central de
relatos como “El 6A”, “Rol en juego” o “Desniveles”, aunque también presente,
en cierto modo, en otros, como “Rosa y el mar”, “Colores cálidos” o en el que
da título al libro, “El ruso al que no leí mis poemas”, y muy ligada a la
desaparición, claro, como forma de desaparición extrema, definitiva, estaría la
muerte, que también nos sale al paso en cuentos como “La vida a ratos”, “El
regalo” o “La señora de la risa”.
Llegados a este punto tengo que
decir que esta presentación ha venido tomando una deriva tan saudosa, tan
melancólica, que se veía venir que nos acabaríamos dando de frente con la
muerte, tan aciaga, tan negra, tan inoportuna, pero aún estamos a tiempo de
rectificar, o de matizar lo dicho, porque les aseguro que, lejos de lo que
pueda parecer, El ruso al que no leí mis poemas no es, en absoluto, un libro
triste, saudoso quizá sí, pero no triste, dulcemente melancólico acaso, pero no
triste, y que, de hecho, junto al nostálgico juego del recuerdo y el olvido
podemos encontrar en él, entre otras cosas, amor, mucho amor, un amor que, con
sus luces y sus sombras, constituye para la autora del prólogo el tema
principal del libro, pero también calor, la tibieza reconfortante de pieles que
se buscan, que se encuentran en cuentos como “Rojo pasión, verde esperanza” o
“La prueba”, e ironía, mucha ironía, a veces incluso con un divertido punto de
mala leche, y todo ello aderezado con multitud de elementos mágicos, inusuales,
sorpresivos, que, en relatos como “La despedida” o “La habitación”, irrumpen
con fuerza en medio de la historia como una puerta abierta de par en par a la
esperanza, haciéndonos sonreír maravillados.
Para terminar, puede uno de los
cuentos más curiosos y reveladores del libro sea “Zurcido invisible”, del que
aún no hemos hablado. En él, Verónica, su protagonista, asustada por un
repentino lapsus de memoria, decide tomar obsesiva nota en sus cuadernos de
todo cuanto le sucede, sin reparar en que, como advierte la cita del poeta José
Hernández que encabeza el texto, “olvidar lo malo también es tener memoria”.
“Zurcido invisible” es un relato irónico y sorprendente que también puede
leerse en clave metaliteraria, como metáfora del proceso de escritura, pues
Verónica comienza a escribir como una forma de anclar la realidad cotidiana, de
salvarla del paso devastador del tiempo, pero lo hace con tanto ahínco, con
tanta pasión, que, según dice el relato, “con el tiempo se fue alejando del
mundo y metiéndose en sus libretas”, pues “nada parecía interesarle más”, y,
siguiendo esa deriva fatal, llega un momento casi mágico en que –sigue diciendo
el relato– “las personas a su alrededor se convirtieron solo en la excusa para
el mundo de su memoria, ir y venir entre pasajes conocidos, entre momentos
vividos que ella cambiaba una y otra vez a su antojo, acomodando las
conversaciones para hacer mejores los recuerdos”, sólo que para entonces, y
aunque no lo supiera, llegada a ese punto en el que no le importa falsear la
realidad con tal de hacerla más bella, Verónica ya no está haciendo memoria,
sino Literatura, y por eso dice Marian que “las palabras eran ahora su única
realidad, lo demás sólo una urgencia, y la vida, necesaria, pero no importante”.
Para entonces, muchos de sus amigos la han abandonado y comienza a hacer
chistes extraños, chistes que sólo puede comprender quien, como ella, está
entregado en cuerpo y alma a jugar con las palabras, pero no voy a contarles
más, no voy a desvelarles si, finalmente, Verónica se hunde en la locura, si se
convierte en una escritora de éxito o si llega a recuperar, en algún momento,
el vínculo con la realidad, es mejor que lo averigüen ustedes mismos. Sólo
quiero decirles, para acabar, que el camino de Verónica es el camino de toda
literatura, un sendero de ida y vuelta que une realidad y palabra, realidad y
ficción, y que, pese a lo que pueda parecer a simple vista, no lleva de la
verdad a la mentira, sino de una verdad a otra diferente y no menos verdadera,
que el camino de Verónica es, a fin de cuentas, el mismo que ha seguido Marian
Castillo para, jugando con las palabras y empleando los astutos mecanismos de
la ficción, atrapar el mundo en los diecisiete estupendos relatos de El ruso al
que no leí mis poemas.