Ninguna de las
dos durmió bien. Hacía calor de lluvia, ese que aquieta el aire y produce
desgano, la misma pesadez que me provoca la espera, esa larguísima espera de
toda una noche escuchando el ruido de los autos por la avenida, la música de una
fiesta lejana y algún disparo en medio de la nada.
En la casa todo estaba en silencio y la madrugada llegó lenta, pero con
una frescura que se agradece. De pronto un tac metálico me sobresaltó
¿la puerta? ¿una ventana? ¿llegaría? Tamara se incorporó, un hilo de su
profunda mirada me atrapó, pero enseguida volteó la cara, apoyó su cabeza de
nuevo en la almohada, suspiró y se dejó llevar por un sueño no muy tranquilo.
Yo había dormido muy poco, esa lentitud del tiempo agudizaba mis
sentidos, mi piel estaba tan sensible que pasaba del calor al frío, de la
picazón al hastío en instantes. Me levanté de la cama y busqué alguna señal del
ruido que acababa de escuchar, las ventanas estaban abiertas, pero nada parecía
haber caído, la puerta no tenía la llave en la cerradura, la que acostumbramos
poner todas las noches, eso me perturbó, aceleró mi corazón, como si un
presentimiento lo ocupara todo.
Traté de aclarar las ideas, de
repasar los sucesos de cada noche y de ésta en especial, pero no podía calmarme
del todo hasta que no supiera qué ruido había sido ése que escuché, quizás era
del piso de arriba, no lo sabía, hasta que la cordura me indicó que se trataba
del reloj que cada mañana a las cinco activa el calentador de agua. Más
tranquila volví a la cama, Tamara seguía allí acostada, acurrucada y hermosa,
con la poca luz de la madrugada cubriéndola toda. Me puse a su lado y la
abracé, creo que dormí unos minutos, pero algo me despertó de nuevo, ahora sí,
tenía que ser, no podía esperar más, la angustia me iba a matar si salía el
sol.
El ruido de una llave en la cerradura atravesó la sala, se metió por el
pasillo y llegó a nosotras como una algarabía. Quise tomarla en brazos mientras
me levantaba, pero ella se apartó de mí, mirando hacia la oscuridad del
corredor, luego volteó y me vio con sus enormes ojos amarillos y saltó de la cama. Corriendo
llegó conmigo hasta la puerta, vimos entrar primero una gran maleta negra y
detrás de ella a David. ¡Por fin David! ¡qué noche hemos pasado! Entre besos y
caricias los tres repasamos los hechos, el avión se atrasó y un accidente en la
autopista retardó aún más el viaje, mi esposo estaba cansado después de seis
horas de vuelo y tres de autopista, sus ojos eran dos luces algo opacas
rodeadas de vasitos rojos. Nos sentamos en el sofá, y David me dio un beso
dulce y relajante después de tantas horas de espera, de pronto empezó a
estornudar: era el pelo de gato que ahora le produce alergia.
De verdad, no sé qué vamos a hacer con Tamara.
muy bonito.
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