Hace más de un año como todos los
mediodías, esperaba a mis hijos en la puerta del edificio, me ponía detrás
de las rejas y me protegía así, aunque fuera un poco, de la locura de las
calles de la ciudad. Un día de esos, de los tantos que hice lo mismo, vi venir hacia
mí un sobrero tejido que, como si fuera un barco, navegaba sobre la hierba que
cubría la parcela que estaba justo enfrente, del otro lado de la calle. En el
trópico el monte puede llegar a crecer fácilmente hasta el tamaño de una
persona. Al mismo tiempo que veía moverse el sobrero, escuchaba el silbido de
un machete afilado abriendo paso.
De entre la
espesura de la hierba salió un anciano, curtido y fibroso, sus ojos claros,
quizás debido a las cataratas, miraban hacia el cielo donde un sol blanco y
picante lo cegaba del todo. Su rostro era la perfecta reproducción de las
grietas que un terremoto deja sobre piedras antiguas, y apenas pudo terminar
de alzar la cabeza cuando llegó por detrás un hombre mucho más joven, quizás un
hijo o un sobrino, y lo tomó del brazo con fuerza deteniendo su paso que
intentaba continuar. Sólo escuché que el viejo decía: “¡déjame, que voy a
buscarla!”.
En esos días
preparaba nuestra mudanza a Europa, a una ciudad desconocida a la que el
destino nos había enviado con la esperanza de salvar a mis hijos del inminente
desplome del país. No volví a pensar en el anciano, por supuesto, pues el día a
día de una mudanza continental no permite momentos para preguntas o para
comentar pequeñas secuencias de vida que tantas veces presenciamos.
Ya en mi nuevo sitio,
cuando apenas acababa el verano, y cada uno de los miembros de mi familia comenzó
a tomar su rumbo diario, pude dedicarme a lo que me gusta, descubrir ciudades y
hacerlas mías, o al revés. Así estuve muchos días caminando desde temprano por
las calles medievales de una ciudad inexistente para mis amigos y para las
grandes rutas turísticas, pero asombrosamente cargada de historias y lugares en
los que cada día disfrutaba de algo nuevo. Cerca de las doce del mediodía
enrumbaba hacia mi casa, y pasaba por una de las puertas que tiene esta ciudad
amurallada. Casi debajo del arco de la puerta, donde la calzada se hace tan
estrecha que se la turnan vehículos y peatones, encontré en varias ocasiones a una
anciana sentada en el portal del que debía ser su hogar. Ella, en actitud de
espera, detallaba a cada persona que pasaba por allí. Una sola vez, la última
que la vi, pude detenerme en sus ojos, mínimos y oscuros, y en su cara, tallada
en surcos iguales a los del llano de mi país cuando hay sequía. En esa ocasión
escuché que hablaba, y aunque lo hacía muy bajo, podría jurar que dijo: “ven a
buscarme”.
Justo en ese
instante constaté la inaguantable injusticia de las grandes distancias.
Noviembre 2007
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