lunes, 3 de junio de 2013

La distancia

Hace más de un año como todos los mediodías, esperaba a mis hijos en la puerta del edificio, me ponía detrás de las rejas y me protegía así, aunque fuera un poco, de la locura de las calles de la ciudad. Un día de esos, de los tantos que hice lo mismo, vi venir hacia mí un sobrero tejido que, como si fuera un barco, navegaba sobre la hierba que cubría la parcela que estaba justo enfrente, del otro lado de la calle. En el trópico el monte puede llegar a crecer fácilmente hasta el tamaño de una persona. Al mismo tiempo que veía moverse el sobrero, escuchaba el silbido de un machete afilado abriendo paso.
De entre la espesura de la hierba salió un anciano, curtido y fibroso, sus ojos claros, quizás debido a las cataratas, miraban hacia el cielo donde un sol blanco y picante lo cegaba del todo. Su rostro era la perfecta reproducción de las grietas que un terremoto deja sobre piedras antiguas, y apenas pudo terminar de alzar la cabeza cuando llegó por detrás un hombre mucho más joven, quizás un hijo o un sobrino, y lo tomó del brazo con fuerza deteniendo su paso que intentaba continuar. Sólo escuché que el viejo decía: “¡déjame, que voy a buscarla!”.
En esos días preparaba nuestra mudanza a Europa, a una ciudad desconocida a la que el destino nos había enviado con la esperanza de salvar a mis hijos del inminente desplome del país. No volví a pensar en el anciano, por supuesto, pues el día a día de una mudanza continental no permite momentos para preguntas o para comentar pequeñas secuencias de vida que tantas veces presenciamos.
Ya en mi nuevo sitio, cuando apenas acababa el verano, y cada uno de los miembros de mi familia comenzó a tomar su rumbo diario, pude dedicarme a lo que me gusta, descubrir ciudades y hacerlas mías, o al revés. Así estuve muchos días caminando desde temprano por las calles medievales de una ciudad inexistente para mis amigos y para las grandes rutas turísticas, pero asombrosamente cargada de historias y lugares en los que cada día disfrutaba de algo nuevo. Cerca de las doce del mediodía enrumbaba hacia mi casa, y pasaba por una de las puertas que tiene esta ciudad amurallada. Casi debajo del arco de la puerta, donde la calzada se hace tan estrecha que se la turnan vehículos y peatones, encontré en varias ocasiones a una anciana sentada en el portal del que debía ser su hogar. Ella, en actitud de espera, detallaba a cada persona que pasaba por allí. Una sola vez, la última que la vi, pude detenerme en sus ojos, mínimos y oscuros, y en su cara, tallada en surcos iguales a los del llano de mi país cuando hay sequía. En esa ocasión escuché que hablaba, y aunque lo hacía muy bajo, podría jurar que dijo: “ven a buscarme”.

Justo en ese instante constaté la inaguantable injusticia de las grandes distancias.
Noviembre 2007

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