viernes, 31 de mayo de 2013

Recital de poesía en San Martín (para aquellos que dicen que ya no los tengo al día de lo que ocurre)

Ayer fui a un recital de poesía, hacía más de cuatro años que no iba a uno. Era en una pequeña plaza muy hermosa, con su iglesia románica, delimitada por unos estrechos edificios unidos uno a otro. El público, en su mayoría, era gente mayor, pensé en abuelos, tíos y padres de los cinco jovencísimos poetas que nos disponíamos a escuchar. Yo no conocía a ninguno de ellos, ni a los poetas ni al público, así que me senté en un rincón a observar, como en esos ejercicios que hacíamos con Laura, para la creación de personajes de nuestros relatos.

Comenzaron a leer los poetas, que tenían como vínculo haber nacido en Plasencia, ser especialmente jóvenes y con mucha formación en filología, filosofía, magisterio, literatura comparada, estética, cinematografía y un largo etcétera. Nos dieron un bonito cuadernillo con las biografías de los autores y algunos de los poemas con un llamativo título La plaga líricaSiempre he pensado que a nosotros, en Venezuela, nos enseñaron a hablar español los extremeños, porque se tragan las “s” y “r” finales, y las “c” y “z” son tan suaves que casi se convierten en nuestra usadísima “s”. Sin embargo, estos chicos pronunciaban cada “z” y cada “c” con una definición palpable, además tienen un porte y una desenvoltura ante el micrófono digna de comentarse.

Disfruté de los poemas, el primero de todos porque parecía que el destino se había conjurado para que escuchara aquellos versos, que terminaban así: “Pero nunca he habitado este lugar / mi paso por aquí no es más que un espejismo. / No he construido esta tierra, / ni puedo ocupar –es imposible- el silencio que la nombra. /Las aguas que la circundan no me pertenecen/ y las voces que creí escuchar de mis parientes/ anuncian, en otra ciudad, el final de este viaje.”

La gente se mantenía en silencio, escuchando o pensando en quién sabe qué; algunas personas que paseaban a su perro y pasaban por allí, se detenían junto a su mascota, otros se apoyaban en los anchos muros, aquello se fue llenando de público para un singular espectáculo callejero. Las piedras de la ciudad antigua se llenaron de poesía.

Uno de los participantes hizo una bellísima reflexión sobre la línea del horizonte. Nos recordó que detrás de esa línea donde se tocan cielo y tierra o cielo y mar, está nuestra vida, las casas que hemos habitado, los amigos que hemos querido, las calles que tantas veces recorrimos. De vez en cuando en la plaza se escuchaban dos voces, la del poeta y otra robótica que salía de la máquina de fotos instantáneas que está junto a uno de los edificios. La voz decía: “introduzca las monedas” y detrás de la cortinita suponíamos que ocurría el habitual acto de magia. El contraste, por supuesto, era también poesía.

Disfruté de todo allí, sola y rodeada de tanta gente, escuchando todo aquello en una estupenda tarde de finales de verano. El niño que había venido con la pareja que estaba a mi lado, había ido y venido en varias ocasiones a decirles cosas a sus padres, pero justo para la última lectura decidió quedarse por ahí, justo a mi lado. Así, me dispuse a escuchar al último de los poetas, un muchacho altísimo, con cara de sabérselas todas, que leyó unos poemas resueltos y poderosos sobre la importancia de la fornicación en algunas etapas de la vida. Pero toda esta crónica viene para contarles el punto y final, el cómo terminó esta tarde de sábado. Primero debo aclarar que después de cuatro años viviendo aquí, el lenguaje para mí es una mezcla explosiva que hace que muchas veces me detenga en mitad de una idea para buscar en mis desordenados archivos de memoria la palabra que me saque de un apuro. Quiero decir que he tenido que acostumbrarme a palabras antes totalmente inadecuadas y he desechado otras que antes eran del día a día. En fin, a lo que voy, cuando aún aquel niño grande nos hablaba de sexo, soledad, lujuria, con muchas imágenes y algunas metáforas, el pequeño niño que estaba a mi lado –no más de cuatro años, dientes de leche, ojos enormes marrones y saltarines- dijo a su madre a todo volumen: “mami, corre, que me meo y me cago”. Contraste del duro para finalizar. Me fui de allí pensando en las distancias, en las palabras, en mi sobrino que esa noche se presentaba en Caracas y en la cena que prepararía cuando llegara a casa.

Nota: el poema es de Álex Chico

Plasencia, 18 de septiembre de 2011

2 comentarios:

  1. ¡Cómo me ha gustado tu relato!Tienes un estilo ágil,conciso,elegante y depurado. Me encanta. Saludos

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