Adiós a Chagall

Una serie de cosas flotaban en el río y tomaban el mismo color del agua. Un río sucio y marrón, que atravesaba la ciudad con su olor pestilente. Aquellas cosas flotaban dando vueltas en una especie de remolino, ella las veía desde el puente, había un zapato, lo que alguna vez fue una jarra de plástico y un trapo o resto de ropa. Todo giraba en una danza turbadora, como giraba su vida aquel sábado cuando salió corriendo de su casa y sin saber cómo, fue a parar a ese sitio. Que la vieran llorando la gente poco le importaba. Había hecho tantas cosas absurdas tratando de mantener el amor de Raúl, ¿qué importaba ahora hacer el ridículo por este adiós que le dolía tanto?

Estuvo un rato así, agachada, viendo a través de la baranda, quería que se le acabaran las lágrimas, pero aquello no era solo llanto, también era su cuerpo que temblaba y deseaba desaparecer. Quería responder a la invitación de aquella danza de objetos que un día bajarían hasta el mar para perderse. Se levantó, sucia y deshecha, apoyó los dos pies en el brocal y me inclinó hacia el río. Sintió que el mundo alrededor se detenía, el tiempo quedó congelado, como en las películas donde la cámara rodea al personaje mientras éste, paralizado, cierra los ojos y respira profundamente. Sin embargo, las miradas como cuchillos hicieron que volviera a la realidad.

Quiso irse con el río, pero su mano izquierda se aferró fuertemente a la baranda mientras al centro del remolino lanzaba el último recuerdo de un amor que se acababa. Era la postal de Chagall, aquella en la que cinco años atrás, Raúl había firmado un amor para siempre. La imagen cayó en medio del círculo, pero en vez de tomar fuerza con la corriente y alejarse, la vio hundirse, como una pesada mancha de colores que se iba irremediablemente hasta el fondo del río, y de su memoria.